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El Estanco Manjón

Parecía ayer cuando iban a la escuela con un leño para escuchar al maestro. Aunque lo que se le quedó grabado fueron las viejas historias que contaban sus abuelos: de los pastos de Navodres y sus conflictos con los carreteros; de los viajes con mercurio de Almadén, carbón de Cuenca y plomo de Linares por todo el reino; de cuando se marcharon los Jesuitas del Colegio y de aquellos años de la I República.

Parecía ayer cuando ya de mozos se juntaban los domingos a beber en el baile unos lebrillos de vino. Cuando cantaban con una guitarra sin cuerdas y alguno caliente perdía los estribos. También el pisoteo al bailar con las muchachas. Y aquellos ojos color miel que hicieron girar locamente los suyos. Aunque en realidad la vida, el día a día, seguía sucediendo entre mulas y burros en el campo y en el monte mientras alguno hablaba de lo que se perdió en Cuba.

Parecía ayer cuando, ya habiendo formado una familia, comenzaron los tiempos aciagos de la guerra. Cuando el ambiente precedente podía prenderse en llamas y las lenguas crepitaban en cada esquina. Silencios y miradas. El ver jóvenes cargados de inocencia y vida marchar al frente. Mientras la vida seguía caminando con el calendario de la labranza, la siembra y la cosecha. Entre el campo y el corral. Entre el omnipotente cacareo de las gallinas y el balido de las ovejas. Trasnochando en verano en casa de las vecinas y en otoño mondando el azafrán.

Y hoy, tras tantos recuerdos clavados en los ojos y con más de cincuenta años en sus costados, el destino había preparado un nuevo rumbo en busca de un futuro mejor. Ya no por él y su mujer sino por sus hijos e hijas. La guerra había dejado posos de miseria y de hambre. El trabajo y el condumio estaba en la capital. Por tanto, tocaba despedirse del pueblo, de sus calles, campos y gentes con las que había pasado toda su vida. Y, sobre todo, de su amigo y quinto del alma, Ángel Manjón.

Ángel y su mujer Joaquina habían abierto un estanco y comercio en la primera década del siglo, al poco de casarse y antes de tener a su primera hija. Al llegar al dintel del establecimiento, le temblaba la vista ante aquella puerta de madera y cristal. ¡Cuántas veces no había girado aquel picaporte! Al abrir la puerta, le inundó el suave olor que identificaba aquel lugar. Un olor que se descolgaba de las estanterías y que parecía querer salir a correr a la calle. Un aroma que brotaba de aquel mundo de interminables objetos utilizados en la vida cotidiana de Almodóvar y cargaba la sala espaciosa y rectangular del establecimiento.

Eran posos aromáticos de colonias, jabones y ungüentos que barnizaban hilos, coloridas telas, puntillas o tintas. Fragancias penetrantes de chocolate, café, aceite, pimentón, azafrán, bacalao salado o sardinas en cuba. Olores curtidos y extrovertidos de la pana de pantalones y chaquetas, de alpargatas de esparto y otras más íntimas e irreconocibles que se escapaban de las cajas que escondían prendas interiores como fajas, calcetines, medias o calzoncillos largos de felpa. Manantiales olorosos que emanaban del techo a través de albarcas castellanas artesanas, pelotas y pequeños juguetes para niños. Y, por supuesto, el perfume seco y hondo del estanco. Aquel que mana de los puros, cigarrillos, cerillas, velas, mecheros y chisqueros. Quizás era esta la esencia que le daba al lugar esa personalidad única e inigualable y la cual podía ser distinguida por cualquier vecino o vecina de Almodóvar.

Y al fondo, detrás del mostrador, como si aún fuera aquella pareja recién casada: Joaquina y Ángel Manjón. Alto, esbelto, con la cara ya abriéndose con los surcos de la edad y con un traje gris lo recibió con una coloquial expresión. Joaquina, vestida completamente de negro, anotaba cuentas en una libreta. Hablaron del irreconciliable futuro y sobre todo del ayer. Que se escribirían y que cada verano volverían a verse. Que se cuidaran sus hijas y que saliera todo bien. Al salir por la puerta de cristal y madera, quiso enjaular para siempre aquel bálsamo único e irrepetible. Llevarse el aroma de aquellos objetos; de aquellas estanterías; de aquella sala; de la voz de Ángel y Joaquina.

Se acercaba el mediodía y el pueblo bullía de vida. Caminaba por las anchas calles mientras pensaba que parecía que fueran ayer aquellas palabras del maestro junto al gruñir de la estufa.  Los bailes del domingo y el cantar de una sorda guitarra. También los silencios de miedo y el hambre poderosa que trajo la guerra. El día que abrió el estanco Ángel y Joaquina. El sabor del olor de aquella sala. Al llegar a la iglesia de Vicente Ferrer y mirar hacia el viejo Colegio de los Jesuitas, pensó que su niñez fue ayer.

Ángel y Joaquina abrieron el Estanco y Comercio Manjón en la primera década del siglo XX. Vendían todo tipo de suministros cotidianos: telas, comestibles, ropas y tabaco. Cerró sus puertas en la década de 1950.

El estanco Manjón (audio de María Carmen Sánchez) 2:59