Y hoy, tras tantos recuerdos clavados en los ojos y con más de cincuenta años en sus costados, el destino había preparado un nuevo rumbo en busca de un futuro mejor. Ya no por él y su mujer sino por sus hijos e hijas. La guerra había dejado posos de miseria y de hambre. El trabajo y el condumio estaba en la capital. Por tanto, tocaba despedirse del pueblo, de sus calles, campos y gentes con las que había pasado toda su vida. Y, sobre todo, de su amigo y quinto del alma, Ángel Manjón.
Ángel y su mujer Joaquina habían abierto un estanco y comercio en la primera década del siglo, al poco de casarse y antes de tener a su primera hija. Al llegar al dintel del establecimiento, le temblaba la vista ante aquella puerta de madera y cristal. ¡Cuántas veces no había girado aquel picaporte! Al abrir la puerta, le inundó el suave olor que identificaba aquel lugar. Un olor que se descolgaba de las estanterías y que parecía querer salir a correr a la calle. Un aroma que brotaba de aquel mundo de interminables objetos utilizados en la vida cotidiana de Almodóvar y cargaba la sala espaciosa y rectangular del establecimiento.
Eran posos aromáticos de colonias, jabones y ungüentos que barnizaban hilos, coloridas telas, puntillas o tintas. Fragancias penetrantes de chocolate, café, aceite, pimentón, azafrán, bacalao salado o sardinas en cuba. Olores curtidos y extrovertidos de la pana de pantalones y chaquetas, de alpargatas de esparto y otras más íntimas e irreconocibles que se escapaban de las cajas que escondían prendas interiores como fajas, calcetines, medias o calzoncillos largos de felpa. Manantiales olorosos que emanaban del techo a través de albarcas castellanas artesanas, pelotas y pequeños juguetes para niños. Y, por supuesto, el perfume seco y hondo del estanco. Aquel que mana de los puros, cigarrillos, cerillas, velas, mecheros y chisqueros. Quizás era esta la esencia que le daba al lugar esa personalidad única e inigualable y la cual podía ser distinguida por cualquier vecino o vecina de Almodóvar.
Y al fondo, detrás del mostrador, como si aún fuera aquella pareja recién casada: Joaquina y Ángel Manjón. Alto, esbelto, con la cara ya abriéndose con los surcos de la edad y con un traje gris lo recibió con una coloquial expresión. Joaquina, vestida completamente de negro, anotaba cuentas en una libreta. Hablaron del irreconciliable futuro y sobre todo del ayer. Que se escribirían y que cada verano volverían a verse. Que se cuidaran sus hijas y que saliera todo bien. Al salir por la puerta de cristal y madera, quiso enjaular para siempre aquel bálsamo único e irrepetible. Llevarse el aroma de aquellos objetos; de aquellas estanterías; de aquella sala; de la voz de Ángel y Joaquina.
Se acercaba el mediodía y el pueblo bullía de vida. Caminaba por las anchas calles mientras pensaba que parecía que fueran ayer aquellas palabras del maestro junto al gruñir de la estufa. Los bailes del domingo y el cantar de una sorda guitarra. También los silencios de miedo y el hambre poderosa que trajo la guerra. El día que abrió el estanco Ángel y Joaquina. El sabor del olor de aquella sala. Al llegar a la iglesia de Vicente Ferrer y mirar hacia el viejo Colegio de los Jesuitas, pensó que su niñez fue ayer.
Ángel y Joaquina abrieron el Estanco y Comercio Manjón en la primera década del siglo XX. Vendían todo tipo de suministros cotidianos: telas, comestibles, ropas y tabaco. Cerró sus puertas en la década de 1950.